Por Norma L. Vázquez Alanís
(Segunda de dos partes)
La Alameda Central sufrió una transformación a través del tiempo, refirió el historiador y maestro en arte y decodificación de la imagen Alfonso Miranda Márquez, en la plática que sobre este parque citadino ofreció dentro del ciclo de conferencias Plazas y sitios de la CDMX, convocado por el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) de la Fundación Carso.
Comentó el historiador que en los planos consultados ya se empezaba a prefigurar algo que era muy claro ideológicamente: la X, esta letra que tenía una herencia mesoamericana de la cual el ensayista, narrador y poeta italomexicano Gutierre Tibón menciona que en el nombre de México significa el cruce de caminos, la herencia de tradiciones, el trazo donde se encuentran para las culturas mesoamericanas los cinco puntos cardinales: norte, sur, este, oeste y centro. Por eso en el centro de la Alameda quedó un gran surtidor de agua con su redondel, bancas y las fuentes adyacentes que le daban camino, había calzadas para las carrozas y obviamente la arbolada.
El sevillano Francisco de Avis diseñó los jardines y construyó con cantera la pila central de agua que remataba al principio con una esfera de bronce, después modificada; Francisco de Vega, primer guardabosque, era el encargado del mantenimiento y desazolve de la acequia, que se anegaba, apuntó Miranda Márquez.
Después, en el siglo XVII el virrey Carlos Francisco de Croix amplió la Alameda con las plazuelas de Santa Isabel que limitaba con el convento, y San Diego donde estaba el quemadero de la Inquisición, se abrieron cuatro nuevas plazoletas con asientos de mampostería alrededor y una fuente en cada una; los trabajos concluyeron en 1775. La fuente actual de la plazoleta central data de 1853 y sustituyó a la anterior que estaba rematada por una estatua de Glauco, que en 1786 se rajó de la parte central y al caer destruyó la fuente; el arquitecto Ignacio Castera la modificó y enriqueció con un brocal barroco.
Esta fue la reforma más importante y amplia que tuvo la Alameda Central en sus dimensiones espaciales, luego se ha reformado y transformado hasta el siglo XXI, pero territorialmente alcanzó su máximo, que hoy conserva, dijo el también presidente de la División México de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA). Este cambio incluyó la siembra de olmos de Coyoacán, de los cuales no queda ninguno; su extensión de 450 por 200 metros la convirtió en una de las grandes plazas y enorme centro de recreación.
La Alameda tenía cuatro entradas y una fuente central; en 1700 estaba bardeada por columnatas que desaparecieron en el siglo XIX, sin quedar testimonio de las entradas pues sufrió modificaciones constantes por ser un lugar de esparcimiento para toda la sociedad sin excepción.
En el siglo XVIII aumentaron sus fuentes, las más importantes serían las de las cuatro esquinas, las famosas fuentes de Cáritas con personajes de la mitología grecolatina como las Cariátides o especies de atlantes niños que soportan un tazón, servían precisamente para surtir agua a cualquier persona que llegase a la Alameda para beber en ese momento o para llenar el contenedor y llevarla a otro sitio, así representaban la caridad para darle agua a toda la sociedad.
Salvador Novo en su obra Los paseos de la ciudad de México (1974) escribió: “Cinco fuentes, estrenadas el 8 de diciembre de 1775, adornaban y refrescaban el paseo de la Alameda. Al cruzarla en diagonal dos anchas calzadas se cortaban en una “X” tan geométrica, neoclásica, francesa, regularidad en el trazo versallesco de la Alameda, proclaman bien claramente que los Borbones gobernaban España […]. El proyecto de esta remodelación a la Alameda se acredita al capitán de infantería don Alejandro Darcourt.”
Las fuentes y esculturas de la Alameda
Respecto a las fuentes, estaban las dos de la ninfa, una con el cortejo de flora y otra con el de Pomona con una especie de cornucopia o de canasto con frutos, son de autor anónimo, pero el fundidor de la obra fue Duren, señaló el director general de Museo Soumaya.
En cuanto a las esculturas, el Pastor Olimpo de 1851 la hizo Felipe Valero a partir de la obra de Romana de Galli, mientras que la Venus de la Paloma del mismo año, también inspirada en Galli, de Tomás Peña destaca en esta herencia neoclasicista mucho más depurada en la línea y las formas.
Miranda Márquez precisó que en 1856 Walter Dubray entregó una de las más icónicas representaciones de agua para toda América a la Alameda Central de la Ciudad de México, el Neptuno, este dios de los mares sobre sus delfines que arrojan agua; fue una fuente que causó un gran impacto en toda la sociedad y la imagen fue captada por muchos artistas extranjeros de la lente.
Una escultura relacionada con la propia herencia del lugar, sea del antiguo tianguis o del mercado de San Hipólito, es el Hermes de la tradición griega o Mercurio de la latina, realizada a partir de una obra de Juan de Bolonia del siglo XVI que está en Italia. Hermes era importante pues era el dios del comercio y también el de los ladrones, así que entre unos y otros habría que destacar la presencia de Mercurio con sus serpientes y sus pies alados de mensajero de los dioses siempre aludiendo al Olimpo, explicó el conferenciante.
La emperatriz Carlota Amalia de Bélgica, esposa de Maximiliano de Habsburgo, donó una maravillosa estatua de Venus conducida por céfiros, obra del escultor Mathurin Moreau; además plantó árboles, trajo frutas, embelleció el paseo con una rosaleda y tapizó los prados con pasto. A su vez el empresario y minero Manuel Escandón regaló a la Alameda la escultura de la Victoria, fundida por Val Dose en 1851, y que se volvió una de las referencias de este paseo, porque si se decía “nos vemos en la Alameda” era obvio que la cita era en la fuente de la Victoria.
El maestro Miranda Márquez recordó que la estación que convocaba a más visitantes a la Alameda Central era la primavera y era natural que se le honrara en una de las fuentes con una figura que se ha conocido como Perséfone y es una loa a la primavera. La representación de Las Danaides, hijas del rey Danao, condenadas a llenar un pozo sin fondo por matar a sus maridos, es conocida popularmente desde el siglo XIX como “Las comadres”.
Una escultura sobresaliente de la Alameda es La Bacante del francés J. Pardier de 1864, con una clara influencia del escultor francés Augusto Rodin, al igual que las del Gladiador con la espada y el Gladiador con el puñal, ambas en mármol de José María Labastida de 1881 de las cuales ahora se exhiben réplicas de bronce.
Y uno de los hitos en la escultura mexicana es Malgré tout (A pesar de todo) de Jesús F. Contreras, obra que le valió la cinta de la Legión de Honor y ahora está en el vestíbulo del Museo Nacional de Arte; en la Alameda está una fundición bastante mala de la obra. También de ecos muy rodinianos es la Desesperanza, premiada en la exposición universal de París en 1900, obra de Agustín Ocampo, alumno de Contreras.
El quiosco Morisco y
el Hemiciclo a Juárez
El ingeniero José Manuel Ibarrola hizo para la Exposición Universal de Nueva Orleans de 1884 el famoso Quiosco Morisco, después emplazado en la Alameda Central y escenario de los sorteos de la Lotería Nacional; más tarde fue llevado a la otra Alameda, la de Santa María la Ribera.
El quiosco fue reemplazado por el Hemiciclo a Juárez, sobre el cual Salvador Novo escribió: “Aquel domingo 18 de septiembre de 1910 todo se veía terminado. Lo único cubierto reservado para que descorriera su telón tricolor el señor presidente don Porfirio Díaz, era el austero medallón de laureles que reza: “Al Benemérito / Benito Juárez / La Patria”. El monumento había sido erigido a toda prisa: en diez meses. Desde noviembre de 1909, transeúntes, escasos entre semana, habían visto que el Ejército desmontaba el viejo kiosko: el hermoso Pabellón Morisco […]. Y vieron los vecinos cómo en lugar del pabellón y por arte de magia, comenzaron a asentarse y crecer columnas, mármoles, oros, leones de nueve toneladas de peso cada uno, para sumar un gasto total de $390,685.96”.
El proyecto porfiriano fue del arquitecto Guillermo Heredia y las esculturas de Alessandro Lazzerini, con un peso de mil 400 toneladas y 600 metros cúbicos de mármol.
“Necesitamos regresar a la Alameda, revisitar sus fuentes y esculturas, visitemos nuestras plazas, hagámoslas nuestras porque en ellas está nuestra identidad capitalina”, finalizó Miranda Márquez.
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