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La contradicción entre el poder y la humillación de las Fuerzas Armadas en México

Foto de archivo del 28 de octubre de 2021 de soldados que patrullan cerca de Plaza Vieja, en el estado de Michoacán, México. (Eduardo Verdugo/AP)

Por Ricardo Raphael *

El poder y la humillación son las dos caras de la misma moneda con la que ocurre el intercambio entre las Fuerzas Armadas y el gobierno de México, encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador.

Hay una clara contradicción entre el poder enorme que se le ha entregado a los militares y el impuesto de vejación que estos deben pagar cada vez que se enfrentan al brazo criminal de las empresas delincuenciales.

El gobierno no quiere ser la causa de la violencia y, por lo tanto, la instrucción es que eviten a toda costa la confrontación. Las bandas delictivas han aprovechado la oportunidad para afianzar su respectivo control sobre el territorio y también sobre el escenario mediático.

La apuesta gubernamental aún no ha probado ser efectiva —marzo fue el mes con más homicidios dolosos en lo que va del año— y cabe temer que esté parada sobre un equilibrio muy precario e insostenible en el mediano plazo.

Cada vez son más frecuentes los videos subidos a las redes sociales por las organizaciones criminales donde se le arrebata la dignidad a los efectivos militares. Por ejemplo, la última semana de abril, integrantes del Cártel de Sinaloa exhibieron a seis militares desarmados y dispuestos boca abajo mientras una voz les maltrataba diciendo: “¿No que muy huevudos (…) wachitos?”.

Una escena aún más lamentable se hizo viral el 11 de mayo: una persecución ocurrida en el municipio de Nueva Italia, Michoacán, de un convoy militar por parte de vehículos civiles presuntamente pertenecientes al Cartel Jalisco Nueva Generación, cuyos tripulantes les gritan: “¡Lárguense a la verga! ¡Tírale puto, tírale!”.

Frente a estos desafíos la orden presidencial es no devolver el fuego. No responder con violencia a la violencia. Se trata de una orden peculiar que rompe con el paradigma prevaleciente no solo en México, sino en el mundo entero.

Después del episodio de Nueva Italia el presidente mexicano reiteró sus instrucciones: “Cuidamos a los elementos de las Fuerzas Armadas (…) pero también cuidamos a los integrantes de las bandas, son seres humanos”.

Un punto central en este intercambio entre López Obrador y las Fuerzas Armadas sucedió el 16 de julio de 2019, cuando la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes (SICT) cedió parte importante de sus facultades a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) al convertir a esta dependencia en su principal brazo constructor.

El entonces encargado de la SICT, Javier Jiménez Espriú, reconoció que los ingenieros militares contaban con capacidades y recursos superiores para materializar las obras públicas que el gobierno nacional tenía como prioridad.

A la fuerza laboral disciplinada con que cuenta la Sedena se le encomendó, entre otros trabajos, la construcción de hospitales, bancos, jardines de niños, escuelas, canales de riego, el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, la construcción de los tramos seis y siete del Tren Maya, el aeropuerto de Tulum y las obras del Corredor Transístmico. Desde los años 40 del siglo pasado ningún gobierno civil había delegado tanto recurso para la construcción de infraestructura a las Fuerzas Armadas.

Paradójicamente, un año después el secretario Jiménez Espriú renuncio   argumentando que era errado que se delegaran de forma excesiva estas funciones sobre los militares. Fue público su desacuerdo con López Obrador sobre que estos administraran los puertos y las aduanas.

El presidente le respondió que, “por la corrupción que prevalece en los puertos y aduanas (…) por la entrada de contrabando y droga”, se requería el apoyo de la Secretaría de Marina (Semar) para que se hiciera cargo de las costas “porque es una institución que, además de profesionalismo, va a poner orden”.

Tres meses después de tal renuncia Salvador Cienfuegos, secretario de la Sedena durante la administración de Enrique Peña Nieto, fue detenido por la Administración de Control de Drogas estadounidense en el aeropuerto de Los Ángeles, California, tras acusarlo de haberse coludido con la delincuencia.

Un grupo de varios generales visitó al entonces consejero jurídico de la presidencia, Julio Scherer, y también al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, para exigir que el gobierno negociara con las autoridades estadounidenses la pronta repatriación de Cienfuegos. Señalaron que el hecho era intolerable: si las autoridades extranjeras podían actuar así con un general mexicano tan encumbrado, cualquier otro funcionario del Estado mexicano podía esperar lo peor.

Si bien López Obrador prometió a las autoridades del país vecino que si devolvían a Cienfuegos no habría impunidad, apenas regresó el general a suelo mexicano todos los brazos del Estado se pusieron a trabajar para exculparlo. Poco importó que con ello se lesionara la credibilidad de la Fiscalía General de la República, la cual optó por despachar el asunto sin investigar las acusaciones.

Ese día se consolidó un pacto político entre el gobierno de López Obrador y las Fuerzas Armadas. El primero estuvo dispuesto a entregar impunidad y recursos sin límite, y las segundas lealtad y sujeción también ilimitadas.

Además de obra pública, las Fuerzas Armadas han contado con respaldo incondicional en su despliegue sobre el territorio para hacerse cargo de la seguridad ciudadana y también para garantizar que la recién creada Guardia Nacional sea un brazo más de la Sedena, donde los mandos civiles permanezcan relegados.

Militares y marinos han conseguido el oro y el moro, y quizá un poco más. Sin embargo, todas estas prebendas han estado acompañadas de un peaje nada fácil de soportar: la humillación.

Durante los primeros cuatro meses de este año, los militares, marinos y elementos de la Guardia Nacional han sido objeto de 154 agresiones, según el diario El Universal, las cuales se concentran en Michoacán, Oaxaca, Puebla, Guerrero, Hidalgo, Estado de México, Sonora, Sinaloa y Chihuahua.

López Obrador está convencido de que la política de “no agresión” terminará funcionando para pacificar a las organizaciones criminales más violentas. Sin embargo, no ha convencido al resto del país y a sus aliados de que esta estrategia vaya a tener éxito. Por lo pronto, los vecinos estadounidenses han sido críticos respecto de esta política que ellos denominan como laissez faire (dejar hacer).

En cualquier caso, mientras la administración de López Obrador mantiene su rumbo, es evidente que las empresas criminales afianzan su control territorial y también mediático. Lo cual hace suponer que el equilibrio actual, impuesto sobre las Fuerzas Armadas, es tan precario como temporal.

¿Cuánto tiempo falta antes de que los militares se rebelen a ser el hazmerreír de los delincuentes? Para los altos mandos hay impunidad y recursos, pero es la tropa la que está pagando el impuesto más alto.

* Ricardo Raphael es periodista, académico y escritor mexicano. Su libro más reciente es ‘Hijo de la guerra’.

*PUBLICADO Y TOMADO DEL PORTAL https://www.washingtonpost.com/es/