Por Antonio Magaña.
Hace 50 años, la conmemoración del “Asalto a las Tierras”, era la celebración política más importante de Baja California.
Era un día fiesta, en el que los campesinos y sus familias se daban cita al festejo en el Michoacán de Ocampo.
Día de carnitas, de bailables; canciones bucólicas y poesías corales; de discursos incendiarios; de plantar el árbol de la unidad y la coronación de la reina del ejido.
Los niños de entonces, se daban vuelo en el tiro al blanco, “pescando” pececitos de plástico; paseando en las sillas voladoras, los caballitos y la rueda de la fortuna.
Cuando sucedió “El Asalto a las Tierras”, el 27 de enero de 1937, el valle agrícola tenía poca historia.
Hacía poco más de 30 años que se habían construido los primeros canales de riego y abierto las tierras de cultivo.
El delta del colorado, en manos extranjeras, estuvo a punto de perderse y convertirse en una pequeña Texas.
Los niños de entonces, que oían los discursos de Garzón o Celestino sobre el reparto agrario, escuchaban solo una parte de esa historia repentina, fulgurante y espectacular que acabó con el “tabú” de la intocabilidad del latifundio extranjero.
Poco sabían, ni tenían porque saberlo, sobre el destino dramático y grandioso del Valle de Mexicali, de la lucha entre el río y el mar; entre el río y el hombre; entre el río y el ferrocarril en el que llegaron sus padres; de la invasión filibustera de Stanley, del éxodo de los “coolies” o braceros chinos, del impacto de la construcción de la Presa Hoover y el “All American Canal”; de la colonización del Valle de Mexicali y su mexicanización …
No sabían que, “El Valle, en manos extrañas, era una verdadera cuña entre Sonora y el resto de la Baja California. Era una pieza perdida en el ensamble, en la articulación, en la integración total de la patria” (Colonización del Valle de Mexicali, Compañía Mexicana de Terrenos del Río Colorado, 1958, Pág. 204).
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