Sherezada
Por Octavio Raziel
Mónica Elizabeth apareció como un fantasma entre las tiendas del campamento, en el Sahara, y como Sherezada, llegó para contar cuentos y escribir sus reflexiones a pacientes lectores, esperando agradarles como hizo la cuentista del Levante para embelesar al rey Sahrigar, evitando así que la cimitarra cayera sobre su cuello.
Sherezada, con cadenciosa voz y la imaginación que llevaba al rey por los laberintos de la fantasía, buscó con ensueños entrelazar a dioses con magos, bellas mujeres con monstruos, pasiones con lugares exóticos.
“Las mil y una noches” siguen siendo la recopilación de bellos relatos de los siglos VII, IX y XIII, traídos de la India, Persia, Siria, China y Egipto y rescatados por el francés Antoine Galland en 1704, para deleite de niños y grandes.
Hazár Afsána (los mil mitos) hablaban de Aladino y la lámpara maravillosa, de Simbad el marino, de Alí Babá y los 40 ladrones y otros cuentos y leyendas que, en ocasiones, fueron cambiados o borrados por las culturas que les recibían. Judíos y cristianos eliminaron aquellos que dejaban entrever erotismo y pasiones insanas, mientras que otros grupos (indios y persas) ponían énfasis a la sexualidad como el momento más sublime de la vida del ser humano.
En nuestro mundo globalizado, mediático, se ha ido perdiendo la costumbre de contar cuentos, de escucharlos y de permitir a nuestra imaginación vagar por lugares ignotos, de ensueños.
A los niños y jóvenes les hemos cortado las alas de la imaginación con las que viajaban al escuchar “hubo una vez…” Y las novelas, que nos transportaban a los lugares más remotos, o las canciones que nos permitían imaginar lo que tal vez el autor quería hacernos pensar, ahora, con la televisión y los llamados videoclips nos obligan a percibir situaciones que los medios electrónicos quieren.
En la playa, la arena fresca de la madrugada está bajo los pies desnudos de Mónica Elizabeth, y la energía del mar y de la tierra sube por su cuerpo como una savia que, convertida en sangre, vivifica su ser en el verano.
El solsticio de verano, con la noche más breve del año, obliga a amar la fugacidad de la vida, con la esperanza de que la madurez permita, como es, que lo sublime sea siempre lo sencillo.
Ella, al dirigir su mirada hacia el final del mar imagina a los ancianos, rodeados de jóvenes cazadores, con sus mujeres recién paridas amamantando a sus hijos, contar historias en ese despertar de la civilización.
La caverna y la hoguera que daban calor y protección fueron el albor de la humanidad.
¿Cuántas historias sabrían esos ancianos que más adelante convertirían en narraciones, cuentos, y al final, en leyendas?
Esas que hablaban de los tigres dientes de sable, de mamuts y de dragones que volaban por los cielos de nuestro planeta.
A partir del momento en que la oscuridad y la luz emanada de los leños de la fogata se fundían, los hombres, que estrenaban un cerebro e imaginación recién alejada de sus primos más cercanos, los monos, entrelazaban sus experiencias de cazadores o guerreros con fantasías.
La imaginación ha sido la chispa primigenia en el ser humano para traernos hasta el momento en que vivimos. Lo fantasioso es convertido en realidad tecnológica y avanza a mayor velocidad que los cuentos de Sherezada, pues hemos trascendido en unos cuantos miles de años de la conquista de la tierra al despegue hacia el universo.
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