Por Norma L. Vázquez Alanís
(Primera de dos partes)
Con una introducción que fue toda una cátedra de historia acerca de las plazas en México, desde tiempos prehispánicos hasta novohispanos, la doctora en Antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en Historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) Ana Rita Valero, ofreció una cautivadora charla sobre la Plaza de las Vizcaínas como parte del ciclo de conferencias Plazas y sitios de la CDMX, organizado por el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) de la Fundación Carso.
La doctora Valero dedicó parte sustancial de su ponencia a presentar una retrospectiva histórica de las plazas de México, cuya trascendencia se remonta a varias centurias atrás; consideró que la impronta, la identidad, la estética y la personalidad de las plazas de la capital mexicana se fundamenta en la milenaria tradición placista de Mesoamérica, y como ejemplo mencionó que Monte Albán, la ciudad más longeva de Mesoamérica con una antigüedad de 13 siglos, desarrolló su proceso urbano en torno a una plaza espectacular.
Los arquitectos zapotecas que trazaron esta plaza tuvieron la osadía, la gallardía, el atrevimiento de alterar la topografía oaxaqueña, rebanando deliberadamente la cima de una montaña para hacer ahí una inmensa plaza de 300 metros de largo y 250 metros de ancho, que impresiona a propios y extraños.
La también directora del archivo histórico ‘José Ma. Basagoiti Noriega’ del Colegio de San Ignacio de Loyola Vizcaínas, donde se resguardan los documentos de la historia de esa institución, consideró que esa plaza en Oaxaca se podría considerar como la tatarabuela de las extraordinarias plazas coloniales de la ciudad de México, de las que se ha venido hablando a lo largo de estas conferencias.
Continuó su recorrido prehispánico con la mención de Teotihuacan con sus espléndidas plazas de las que arrancan las pirámides de la Luna y del Sol, y luego la Calzada de los muertos, urbanismo que impresionó a las tribus nahuatlacas cuando pasaron por ahí, lo que reconfirma la grandeza de esta cultura de plazas del México antiguo. Teotihuacan sería entonces la bisabuela de la Alameda, o de la Santa Veracruz, o de Chimalistac, o de Loreto, o de Santo Domingo, consideró la conferencista.
Y en ese escenario dijo que era imposible dejar de mencionar a la que sería la abuela de todas, la Plaza Mayor de Tenochtitlan, “esa que altiva, elegante y orgullosa reinaba con gran elegancia a todo o largo del Anáhuac”. Y dijo que ponía énfasis en esos calificativos, “porque esta plaza fue especialmente proyectada por los urbanistas indígenas para que el hombre pudiera dirigirse a Dios, para que ahí lo honrara y le planteara sus cuestionamientos, sus angustias, sus aflicciones”, por eso dentro de los conceptos urbanísticos mexicas el Técpan fue siempre “el lugar de mayor relevancia; todos los cronistas de la conquista coinciden en su admiración por ese magno conjunto arquitectónico que estuvo en el actual zócalo”.
Recordó la historiadora que, en la Segunda Carta de Relación, Hernán Cortés, impresionado, le comenta a Carlos V que era tan grande esta plaza que ahí cabría tranquilamente una villa de 500 vecinos, pero que, además, aparte de ésta en toda la ciudad había cantidad de otras plazas. El gran lujo y grandeza de la plaza central se debía a que una de sus principales funciones era la de los imponentes festejos religiosos que tenían un peso tremendo; tanto, que había un grupo de sacerdotes designados específicamente para planear y organizar las grandes celebraciones, lo que incluía coreografía, escenografía, música e iluminación.
Se acostumbraba que la gente se congregara ahí poco antes del amanecer, lo cual les daba oportunidad de ver la salida del sol, justamente emergiendo detrás del Templo Mayor. Ese astro era Tonatiuh, una de las principales deidades del panteón mexica que les daba energía para continuar el viaje. Por otro lado, ver la aurora en la latitud de Tenochtitlan rodeada de volcanes, en medio de una transparencia atmosférica verdaderamente impecable pues debe haber producido un efecto visual extraordinario, opinó la doctora Valero.
Y dijo que además operaba un calendario litúrgico atareadisimo; el padre Bernardino de Sahagún dedica todo su libro segundo de la Historia general de las cosas de Nueva España a describir las 38 fiestas que hacían en el año, en las que había procesiones, ofrendas, se comía, se bebía fuerte, todo esto en la Plaza Mayor, donde el grueso del pueblo se acomodaba y no solo en calidad de espectadores sino también como participantes activos, todos bailando al ritmo de los teponaxtles, de los huéhuetl, al son de los caracoles y de las chirimías.
Así, conforme se iba desarrollando la fiesta, con el apoyo de los elementos visuales, la escenografía, el colorido de las danzas y por supuesto con la ayuda del pulque o del peyote, se iba generando una suerte de efervescencia incontrolable. Pero aparte del tema religioso estas celebraciones también tenían una intención diplomática y política, puntualizó la especialista.
Con este preámbulo, la doctora Valero de García Lascuráin expuso el papel multifacético de la Plaza Central, sin embargo, “toda esta grandiosidad y magnificencia llegaría a su fin el día del señor San Hipólito, martes 13 de agosto de 1521, cuando la orgullosa reina del Anáhuac, desgarrada y sometida dejó de llamarse para siempre Tenochtitlan, a pesar de lo cual, terca y resistente, tanto la ciudad como la plaza no murieron, sino que como una suerte de ave fénix resurgieron de sus propias cenizas”.
CONTINUARÁ…
Surgimiento de la nueva urbe
Entonces fue cuando se fundó la nueva ciudad de México, una utopía urbana que se iba a trazar bajo la inspiración de León Bautista Alberti atendiendo a los diez libros de arquitectura de Marco Vitruvio, el gran arquitecto romano del siglo I antes de Cristo, una de cuyas exigencias urbanísticas era la de dotar a sus ciudades de plazas. Y bajo estas premisas se construyó la capital novohispana; desde el principio el trazo de la urbe fue tan idealista que se ha considerado como uno de los capítulos más importantes del arte cívico en la historia universal. De esa dimensión fue el arranque de la capital novohispana, explicó la ponente.
Era la metrópoli que por órdenes de Hernán Cortés trazó don Alonso García Bravo, la de don Antonio de Mendoza, la de fray Juan de Zumárraga, aquella urbe de vanguardia que transfiguró desde sus cimientos la Plaza Mayor de Tenochtitlan para dar lugar a otras vocaciones, otros ideales, otra espiritualidad y en vez del Técpan ahora iba a estar el asiento del gobierno virreinal, y en vez de homenajear a Tlaloc o a la Coatlicue, ahora se le daría culto a Jesús y a María, “no en balde la catedral de México se puso bajo la advocación de la asunción de María”, refirió la investigadora.
Y con esta nueva personalidad la capital se fue desarrollando con nuevas plazas públicas que nacieron con distintas personalidades y vocaciones, así como con distinta inspiración. Según José María Marroquí, el gran historiador de la urbe, la plaza más antigua de México fue una que se llamó Plazuela de San Lázaro, en una ermita que mandó construir de su propio peculio bajo la advocación de San Lázaro en uno de los terrenos que tenía en la calzada de Tacuba, no en la calle del mismo nombre, sino saliendo del centro urbano.
(Concluirá)
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