Los parrilleros
Que en un tiempo las carnes asadas eran eso: carne asada.
Se compraba en la carnicería del barrio, se pedía así, como ‘carne para asar’. No era de dos pulgadas, ni tenía certificación alguna, no se marinaba ni se sazonaba con rub de ningún tipo; se le ponía sal y limón y ya.
A la lumbre, en un asador que no tenía tapa ni era cerámico, era un asador. Un asador ‘de material’, al fondo del jardín, al lado de un naranjo, con una parrilla retorcida por el calor de tantas carnes asadas porque eso sí, siempre mucha lumbre. Sin termómetro para checar la temperatura interna o cosa semejante, cuando se acababa el corrido que estabas escuchando se le daba la vuelta.
Se cortaba en la tabla y de ahí mero cada quien se armaba sus tacos en la mano, les ponía de la salsa que se había hecho ahí mismo, pepenaba tantita cebolla asada con limón y en ocasiones había aguacate para ponerle una rebanada. Todos alrededor del que asaba la carne esperando el siguiente pedazo, pues no eran ‘cortes’, eran pedazos, para seguir armando más tacos mientras se platicaba a gritos, como es por acá, y para limpiarse los dedos nada mejor que el pantalón de mezclilla.
No había queso Brie ni champiñones Portobello, mucho menos salsas artesanales de mango o piña, y era impensable la sola idea de un pay de manzana con frutos rojos.
Había eso: carne asada, corridos, y canciones que nos caracterizan a la gente del pueblo o de la raza…que son de esa música que los que no conocen llaman cherolocas, buenos amigos y mucha cerveza.
Con frecuencia, mucha frecuencia, extraño aquellas carnes asadas.
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