Reformar el poder
Por Francisco Ruiz*
El 4 de marzo de 1994, el partido más antiguo del México posrevolucionario, cumplía 65 años. Había sido fundado por el expresidente Plutarco Elías Calles en 1929; sí, el mismo año de la Gran Depresión. Sin embargo, sería la voz del entonces candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio Murrieta (1950-1994), quien, como orador único, dos días después emitió un mensaje de esperanza en el Monumento a la Revolución.
Donaldo mencionó algo que sigue siendo una deuda pendiente: “expreso mi compromiso de reformar el poder para democratizarlo y para acabar con cualquier vestigio de autoritarismo.
Sabemos que el origen de muchos de nuestros males se encuentra en una excesiva concentración del poder. Concentración del poder que da lugar a decisiones equivocadas; al monopolio de iniciativas; a los abusos, a los excesos. Reformar el poder significa un presidencialismo sujeto estrictamente a los límites constitucionales de su origen republicano y democrático…significa fortalecer y respetar las atribuciones del Congreso Federal.
…(Es) hacer del sistema de impartición de justicia, una instancia independiente de la máxima respetabilidad y certidumbre…llevar el gobierno a las comunidades, a través de un nuevo federalismo. Significa también nuevos métodos de administración para que cada ciudadano obtenga respuestas eficientes y oportunas cuando requiere servicios, cuando plantea sus problemas…”.
Han transcurrido casi 30 años y esa herida sigue abierta, más allá del magnicidio, de las promesas incumplidas. Restan escasos diez meses del quinto sexenio después de eso, cuatro si Colosio hubiera gobernado. Sin embargo, más allá de los actores, los colores y los tiempos, lo realmente importante es la reforma del poder que sigue pendiente.
Zedillo, Fox, Calderón, Peña y López, todos promovieron reformas constitucionales y a leyes secundarias, pero ninguno dio el salto que tanta falta hace: reformar el poder para tener un gobierno profesional, ecuánime y humano.
El gobierno es para todos, sin embargo, no todos son para gobernar. La prueba de ello es que algunos, los menos, tienen ánimo, espíritu y voluntad de servir; mientras, otros buscan servir a sus intereses o de sus próximos. La historia sin fin. El cuento de nunca acabar. La misma historia, el mismo cuento, la misma nube de mentiras. Dirían por ahí.
México ha recorrido más de dos siglos de libertad y aún no atinamos cómo utilizarla de manera más provechosa y adecuada. ¿Qué nos queda? Ir para adelante. Impulsar la transformación, no como lema partidista, sino como hechos que puedan palparse, acciones que se traduzcan en una realidad perceptible y no solo publicitada.
“¡Estamos hartos de lo mismo!”, lo he escuchado desde que tengo memoria, que, curiosamente, serán 30 años. Hemos pasado generaciones: la silenciosa, Baby boomers, generación X, millennials, centennials, y ahora empuja la generación alfa. ¿Cuántas generaciones más esperaremos para tomar cartas en el asunto? ¿Qué más debemos aguardar para asumir la responsabilidad que tenemos cada ciudadano? El poder no se fracciona, se aglutina a partir de la suma de voluntades. Tomemos en cuenta que el poder reside en nuestra propia consciencia y es la integración de nuestros poderes lo que le permite al gobierno, electo por nosotros, la toma de decisiones que directa e indirectamente nos afectan.
Por eso, debemos observar al futuro como algo inmediato y no en la lontananza. Es la hora de que los liderazgos contemporáneos asumamos firmemente las riendas y encabecemos los anhelos de la sociedad. Después de todo, si no nos ofrecen la oportunidad, habrá que arrancársela. Porque, aunque querer es poder, no bastan las buenas intenciones. Algunos queremos, podemos y lo vamos a hacer.
Post scriptum: “Ni tú ni México me pueden pedir nada que esté en contra de mi honor», Diego Fernández de Cevallos.
* El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).
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