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Cuando los mexicanos velaron a sus muertos un 15 de septiembre

Por José Antonio 

Aspiros Villagómez

Estamos, una vez más, en fechas de fiestas patrias. Con actos oficiales como los homenajes a los llamados Niños Héroes y al Batallón de San Patricio, el Grito de Independencia y el desfile militar, y las celebraciones populares con banderitas y otros artículos tricolores hechos seguramente en China, con pozole –ese sí, de factura nacional– y con romerías para ver la iluminación en las calles.

A muchos mexicanos nos emocionan las ceremonias cívicas porque se saluda a la Bandera, cantamos el Himno Nacional, se gritan ‘vivas’ a los héroes y son evocados los acontecimientos de 1810, cuando comenzó aquella guerra por la independencia que, tras ser fusilados Hidalgo, Morelos y otros próceres insurgentes, se redujo a diversas acciones aisladas y poco promisorias, hasta que Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide pactaron la paz en 1821.

Ya constituido México como nación soberana, muy pronto comenzó a celebrarse la Independencia nacional, pero hace 175 años resultó diferente porque la bandera que ondeó en el Palacio Nacional los días 15 y 16 de septiembre fue la de Estados Unidos, y la retiraron los invasores cuando se consumó lo que para muchos fue el robo más grande del siglo XIX: los Tratados de Guadalupe Hidalgo, por los cuales se perdió más de la mitad del territorio mexicano.

Aunque este episodio negro del pasado de México tiene muchos antecedentes y contexto que es recomendable conocer mediante lecturas diversas, los historiadores José Antonio Serrano Ortega y Josefina Zoraida Vázquez ofrecen un resumen en la Nueva historia general de México, una obra de 818 páginas editada por El Colegio de México en 2010.

En la novena reimpresión, de 2019, los coautores se remontan al año 1825, cuando en su afán expansionista Estados Unidos quiso comprar el territorio de Texas y en 1836 quería también California. En 1845 surgió la doctrina del “Destino manifiesto” que permitió la anexión de Texas, y llegó al poder en Washington el esclavista James Polk, a quien su Congreso le aprobó en 1846 una declaración de guerra por supuestos “múltiples agravios” de parte de México.

Errores de estrategia militar del presidente Antonio López de Santa Anna permitieron que las fuerzas invasoras –14 mil soldados– llegaran hasta la Ciudad de México después de tomar el convento de Churubusco, Casa Mata, el Molino del Rey y el Castillo de Chapultepec.

Dicen los citados autores que el ayuntamiento de la capital negoció con los invasores una entrada sin violencia, pero “grupos populares, al darse cuenta de la retirada del ejército trataron de defender su cuidad” y aquello terminó con un baño de sangre. Así, “el 15 de septiembre la bandera norteamericana ondeaba en Palacio Nacional”.

De manera que en lugar de fiestas patrias esa noche, “mientras los invasores celebraban ruidosamente su llegada a ‘los palacios de Moctezuma’, los mexicanos velaban a sus muertos”, se afirma también en la Nueva historia general de México.

Además, ese mismo día 15 López de Santa Anna renunció a la Presidencia, dispuso que su sucesor Manuel de la Peña y Peña marchara a Querétaro, y algunos sectores que no aceptaron tales cambios exigieron “continuar la guerra hasta el último hombre”.

Pero no fue así. Los capitalinos comenzaron muy pronto a convivir con el enemigo “y la ciudad conquistada comenzó a mostrar sus atractivos al vencedor”, dice alguno de los coautores del libro Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, publicado en 1848, censurado cuando López de Santa Anna volvió al poder y reeditado en el siglo XX.

La revista Relatos e historias en México # 162 (abril 2022) reproduce un extracto de esa obra, donde se menciona que “por la necesidad o por otros motivos”, los actores se presentaron en el Teatro Nacional, se abrieron salones de baile y duraban hasta las tres de la mañana las “orgías que jamás se habían visto en México”, y en esos lugares “algunas muchachas alucinadas u obligadas por la miseria”, cambiaban “su honor por un pedazo de pan para sus familias”.

 Este relato describe también el ambiente diurno en las calles, los conventos y templos, las tabernas y cafés, la vestimenta de los invasores y también la glotonería y suciedad de algunos de ellos. Los comercios comenzaron a poner sus avisos en inglés, los hacendados se mostraron indiferentes y el “gobernador americano” actuaba con insolencia.

Muchos más detalles interesantes contiene este relato, que entre sus ilustraciones incluye una donde la bandera estadunidense ondea también en el Castillo de Chapultepec.

Y menciona la aparición en México de publicaciones en inglés con “artículos insultantes para los mexicanos”. Por cierto, en nuestra ponencia de ingreso a la Academia Nacional de Historia y Geografía, hace cinco años, comentamos que la agencia de noticias estadunidense Associated Press (AP), surgió precisamente para cubrir la invasión de ese país a México.

Y que los autores José Emilio Pacheco y Andrés Reséndez consignaron en su libro Crónica del 47 (Editorial Clío, 1997) que los corresponsales de guerra surgieron precisamente para informar en esa ocasión de “las campañas del norte de México” y que esa fue “la primera guerra en la historia de la cual existe un testimonio fotográfico”, gracias al invento del daguerrotipo ocho años antes.

Cuánto más podríamos agregar a este breve recuento, pero queda al interés e iniciativa de los lectores documentarse mayormente en la mucha literatura seria que existe, de cuando los mexicanos velaron a sus muertos un 15 de septiembre. Nosotros ya hicimos esas lecturas.