Por René Delgado
“Desconocer los avances es faltar a la verdad, desinformar a la ciudadanía y degradar la política”. Eso afirma el presidente Enrique Peña Nieto, pero también podría decir lo contrario: “Desconocer los retrocesos es faltar a la verdad, desinformar a la ciudadanía y degradar la política”.
Aun cuando incomoda y desvanece la ilusión, la realidad sí existe y exhibe a un país que, entre avances y retrocesos, camina dando tumbos sin asegurar el paso ni la dirección y, a veces, en la posibilidad del tropiezo, amenaza con desplomarse.
Quizá el juicio de la historia -afectado como tantos otros tribunales por un enorme rezago- le dé la razón al mandatario en el futuro, pero no en el presente: la República vive un peligroso proceso de degradación en sus relaciones políticas y sociales. Un proceso donde la corrupción, la mal hechura y la imposición de las reformas estructurales vulneran su propia posibilidad y, además, se ven afectadas por la práctica de la anti-política.
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En estos días, el garlito tan socorrido por el priismo hace crisis en dos reformas, una emprendida y una eludida: la político-electoral y la de seguridad.
La trampa, no está de más mencionarla, consiste en reformar y reformar leyes a partir de cuatro condiciones: garantizar un derecho en la Constitución; anularlo, neutralizarlo o dificultarlo en la reglamentación; dejar resquicios para tergiversar o contradecir su espíritu; e incumplir o pervertir su contenido en la práctica política que, esa sí, debe ser la de siempre.
Buenos para modificar leyes con efecto equívoco, los priistas -junto con sus aliados permanentes u ocasionales de oposición o no-, son malos para modificar conductas. Cuentas deben a la nación los coordinadores parlamentarios de la anterior y la actual legislatura y una reflexión profunda, el jefe del Ejecutivo.
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En su vertiente electoral, la reforma político-electoral resultó un mazacote legislativo que, pese a la crítica hecha por varios de los consejeros de hoy, tiene en vilo la eficacia del Instituto Nacional Electoral. Esa reforma fue producto del canje del voto en favor de la reforma energética y se hizo al aventón y, hoy, no sin responsabilidad, los consejeros pagan los platos rotos por los legisladores.
A los consejeros se les culpa de todas las ineficiencias del régimen electoral elaborado sobre las rodillas y, en el colmo, los magistrados les pegan en los dedos cuando se salen del renglón. Los jueces actúan como guardianes del régimen, no como jueces de un concurso electoral. De origen, el nombramiento de buena parte de esos magistrados puso en duda su autonomía e independencia y, hoy, árbitros y jueces de la justa no logran acreditar su imparcialidad y vertical compostura. Tampoco su disposición a cooperar entre sí y garantizar el derecho ciudadano a elegir en libertad y seguridad. En el capítulo electoral, se tomaron decisiones con gran irresponsabilidad y, sobre todo, sin ánimo de modificar conductas.
Modifíquese la ley electoral, pero no la conducta política fue, al parecer, la divisa de esa reforma estructural. A título de ilustración, algunos ejemplos. Precampañas con candidatos únicos. Fiscalización de gastos de los partidos sin reportes. Precandidatos presidenciales independientes con sello político dependiente. Leyes electorales sin reglamentos.
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En su vertiente política, particularmente en lo tocante a la procuración de justicia, la creación de la Fiscalía General de la República es una pesadilla para el priismo: quiere cambiar la fachada, pero no la estructura del edificio destinado a procurar justicia, sobre todo, después de haber incorporado la cárcel como parte de la arena política.
Al ver la dimensión del cambio hecho en la teoría, al priismo le castañean los dientes e intenta pervertirlo en la práctica. Tanto así que quiere nombrar al fiscal sin Fiscalía, postulando un incondicional que procure justicia suavecita con los suyos y resiste engranar esa Fiscalía con el Sistema Nacional Anticorrupción, donde el fiscal es un fantasma y el auditor un recuerdo.
Quiere, diría el clásico, mover a México sin cambiarlo de sitio.
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Curiosamente una reforma estructural que urgía, incluso por razones humanitarias, fue eludida: la de seguridad pública.
Sangre, dolor y delincuencia que han hecho de la violencia una forma bárbara de relacionarnos no conmovieron al Ejecutivo y al Legislativo. Pese a muertos y desaparecidos, índices de delincuencia, inseguridad y miedo, en el último año de gobierno, la administración anda viendo si hay algo qué hacer al respecto, siempre y cuando no sea distinto a lo hecho. Y, en el entretanto, los partidos postulan a uno que otro presunto delincuente si atrae votos.
En ese rubro no hay reforma ni avance, sólo un retroceso que advierte un brutal fracaso y, aun así, prevalece la política de los palos de ciego.
Hágase y deshágase una Secretaría de Seguridad Pública; póngase un teléfono único; elévese el calibre de las bocas de fuego y redúzcase la política social; elabórese, dictamínese, promúlguese sin efecto una ley de Seguridad Interior mal hecha, sujeta a revisión; llévese a consulta popular el mando mixto; mídase la capacidad de fuerza de la Policía Federal y, sobre todo, hágase lo mismo.
El espíritu reformista se desvaneció en ese campo. Cientos de miles de muertos y desaparecidos lo hubieran agradecido.
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Hablar sólo de avances cuando estos llevan manchas de sangre, impunidad, corrupción, indolencia, pusilanimidad, negligencia, despilfarro y degradación… es engañar a la ciudadanía.
EL SOCAVÓN GERARDO RUIZ
Mal hizo el secretario en tapar el socavón. Pudo hacer el puente sin taparlo y echar ahí el estudio de Impunidad Cero que, de nuevo, condena su pusilanimidad.
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Publicada en El Siglo, de Torreón,
Coahuila 10 Feb. 2018
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