Por Daphne Crawford*
¿Te acuerdas que, cuando eras niño, si hacías un berrinche tus padres te decían que esperaban que algún día tuvieras hijos para que vieras lo que se siente? Spoiler alert: no necesitas tener hijos. Con trabajar en cualquier restaurante de Estados Unidos es más que suficiente.
Cuando escuché sobre la “Gran Renuncia” y el informe del gobierno estadounidense que decía que aproximadamente 4.4 millones de trabajadores renunciaron a sus trabajos en septiembre, de los cuales casi un millón trabajaba en la industria de servicios, sentí celos.
Vivo en el estado de Georgia y trabajo en una cadena de restaurantes. Mi sueldo semanal es una combinación del salario mínimo de 7.25 dólares más la propina compartida. Ya con impuestos y otros gastos, se reduce a una cantidad deprimente. Si a eso le sumamos la inflación, que llegó a 6% en octubre pasado, la semana laboral de 40 horas y el estrés que conlleva, parece que el trabajo vale muy poco la pena.
Entre los clientes que te regañan hasta porque se acabó el aderezo ranch para su orden para llevar (todos sabemos que tienen ranch en su casa); te gritan por cosas que no puedes controlar como un bistec sobrecocido (yo no cociné tu bistec, es más: nunca he cocinado un bistec); y el hecho de tener que cerrar después de trabajar doble turno hasta las 11:00 pm y recibir menos propinas de las que recibiría un guitarrista callejero un martes por la tarde, me estoy quedando sin paciencia y ganas de trabajar más rápido de lo que pensaba.
Además de todo eso, estoy cursando el último año de preparatoria, preparándome para inscribirme a la universidad y tratando de hacer suficientes actividades extracurriculares para convencer al personal de admisiones de que soy la próxima Madre Teresa o Elon Musk.
Algunos amigos me dicen que «deje de trabajar y ya”. ¿En serio? ¿Con esta economía? Mi madre es trabajadora social y mi padre gerente de construcción, y simplemente no ganan lo suficiente para pagar miles de dólares en colegiatura, porque además mantienen a mis hermanos y tienen sus propios gastos. Mi ingreso semanal promedio de 350 dólares es mi miserable intento de compensar la diferencia que la ayuda federal para estudiantes, las becas, la asistencia para la colegiatura y los préstamos estudiantiles no cubrirán.
Mi estado mental deteriorado lucha por adaptarse al grado de sufrimiento que clientes adultos nos infligen por la falta de aderezo ranch.
Tengo seis compañeros que trabajan en el área “para llevar” del restaurante. Varios tienen un segundo y hasta un tercer empleo. Soy la más joven; el mayor tiene dos hijos. Creo que es justo decir que todos estamos cansados, con exceso de trabajo y mentalmente abatidos.
Atendemos a todo tipo de personas. Algunos van a la misma escuela que yo; otros son padres estresados; algunos son amables y otros terribles; algunos son jubilados; otros no saben cuánto hay en una docena. Desde el lado del trabajador del restaurante, el impacto de cada interacción con los comensales se basa en dos cosas: el monto de la propina y cómo se comporta el comensal.
Hemos recibido propinas de cinco dólares en órdenes de 180 dólares y aún recordamos el nombre del cliente. Una mujer nos gritó en un estacionamiento lleno de gente un sábado ajetreado por la noche y todavía nos acordamos del auto que conducía.
No me malinterpretes. A veces sí recibimos buenas propinas y también atendemos a mucha gente buena. Pero estas interacciones negativas son, por mucho, las más memorables, y las que nos hacen querernos ir antes de tiempo. Son las que me hacen ir a llorar al congelador, las que me hacen preguntarme si mi sueño de ir a una buena universidad, aunque sea cara, vale la pena.
Entonces, esto va para todas esas personas caprichosas y apáticas que piden para llevar (o, si las restricciones de la pandemia lo permiten, se sientan en las mesas de los restaurantes y maltratan a los meseros): intenten ser empáticos con una joven de 17 años que hace todo lo que puede en un trabajo que genera más de 100 pedidos en las noches de fin de semana y que puede llegar a requerir la preparación de pedidos de catering de 3,500 dólares, aunque no se vea reflejado en su sueldo.
Lamento si sueno molesta o rencorosa, o si es solo una forma de gritarles de regreso a todos los comensales que han sido groseros. Tal vez sea una forma de decirles a mis gerentes lo harta que estoy. O tal vez solo sea un mensaje para la industria en general, porque estoy harta de lo injusta y degradante que es para los trabajadores que la hacen funcionar.
*Daphne Crawford es estudiante de último año en North Oconee High School en Georgia, Estados Unidos.
*Tomado de la sección Opinión del periódico The Washington Post
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