El mal que no se reconoce
Por Armando Ríos Ruiz › tabloiderevista.com
En 1935, dos alcohólicos de nombres William Griffith y Robert Holbrook, incapaces de poner freno a su adicción, se conocieron en una cantina y al platicar
y aceptar los estragos que su exceso les provocaba, tanto físicamente como en sus relaciones familiares, comenzaron a experimentar alivio y rechazo a la prolongación de su lenta agonía. Se dieron cuenta del fenómeno y decidieron continuar con la aplicación de aquella milagrosa medicina.
La historia es muy larga y con muchas aristas. El caso es que finalmente, la experiencia dio origen al medicamento que pronto se esparció por el mundo entero, conocido como Alcohólicos Anónimos, esperanza real para la cura del mal, reconocido por la organización Mundial de la Salud, como una enfermedad incurable, progresiva y mortal. El remedio resulta más fácil de lo imaginado: aceptar ante otros iguales que se es alcohólico y que es necesaria su ayuda.
Este medicamento ha resultado tan efectivo, que se ha extendido a otras enfermedades para su cura, como a aquellos que sufren de neurosis severa, para quienes se han creado igualmente, grupos de neuróticos anónimos, con resultados tan positivos como en los primeros. Insistimos: antes que nada, hay que concientizarse de su enfermedad y de la necesidad de la ayuda de iguales.
Ante estas experiencias, nuestros políticos, que manejan el dinero de todo un país a discreción, bien podrían crear grupos de mentirosos anónimos, en lugar de despilfarrarlo en obras extremadamente caras e inservibles, como ocurre en México, en donde, desde el sexenio pasado se pusieron en marcha ideas devastadoras para acabar con instituciones, con leyes y hasta con la naturaleza.
Si las anteriores instituciones han revelado que son la verdadera cura de males que parecían incurables, pues sólo basta copiarlas y de esa manera poner a salvo la tierra que gobiernan. Pero el no hacerlo revela que lo que menos importa es esto, si no mantener una política por demás errada, de conservar a salvo las hordas de delincuentes que inundan el país.
Hace unos días, la Presidenta Claudia Sheinbaum se esmeró en tratar de desmentir el reportaje de dos periodistas del New York Times, que hicieron videos en el interior de una casa de Culiacán, Sinaloa, en los que aparece un par de ’cocineros’ que elaboraban pastillas de fentanilo, en un intento por demostrar que lo que dice el verdadero Presidente o su jefe, que en nuestro país no se produce dicha droga mortal, es absolutamente cierto.
El acto semejó un desesperado intento por hacer ver al quien está por tomar posesión de la presidencia de Estados Unidos, que el gran jefe mexicano tiene razón desde que aseguró que aquí no se produce dicha droga o como un deslinde de lo que seguramente ya dijo de él, el capo Zambada.
Si en ella existiera la decisión de asumir realmente el papel de Primera Mandataria y por consecuencia, de servir a los mexicanos como una auténtica estadista, ya hubiera aceptado que México está muy enfermo de criminalidad, por un lado y de mendacidad por otro. Eso sería el remedio. Desgraciadamente no hay forma, desde que insiste en hacer únicamente lo que otro le dicta.
Esto también es revelador desde los primeros días de haber asumido su papel de Presidenta, de su manifiesta incapacidad para gobernar, reducida a continuar con la destrucción iniciada desde 2018, en que su maestro y guía comenzó a evidenciar su desprecio a las leyes y a las instituciones, mientras maiceaba a un sector importante, que le aplaudía tales actos a cambio de una dádiva bimensual y con la creencia de que lo extraía de su bolsa.
Con semejante actitud, la señora se esmera más bien en encubrir las actividades ilícitas, principalmente del grupo que opera desde la sierra de Sinaloa o al acreedor del jefe, cuando bien podría reconocer que ella, más que ningún mexicano, padece una enfermedad espantosa y ha contagiado a medio país y que, en esa tesitura, no representa a nadie. Representa al ridículo.
Esto no es más que un gigantesco desprecio al pueblo que gobierna
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