Por Norma L. Vázquez Alanís
(Primera de dos partes)
Un recuento puntual y pormenorizado de la situación de Europa y América en la segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX, y de su importancia en los acontecimientos de la historia de México, fue expuesto por el maestro Alfonso Miranda Márquez en la conferencia ‘La independencia de México’, con la que el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) concluyó uno de sus ciclos de actividades de difusión cultural.
A lo largo de este tiempo, en España se vivieron hechos verdaderamente trascendentales que revolucionarían no solamente el devenir del imperio, sino del mundo entero y, en parte, como consecuencia para Nueva España este fue un tiempo de cambios profundos, quizá marcados por la agitación constante que terminaría por fraguar el ser mexicano, señaló Miranda Márquez, historiador y maestro en arte.
Hacia los dos últimos años del XVIII la producción agropecuaria, minera y el comercio internacional novohispano experimentaron un gran desarrollo, gracias a que entre 1765 y 1796 la Corona española eliminó las discutidas prohibiciones comerciales entre los territorios americanos.
Ello abrió nuevos puertos y quebró algunos de los monopolios de estos estancos, que habían establecido un control férreo por parte de la Corona. A la vez, los precios del azogue y del mercurio se redujeron y repuntó el desarrollo de las técnicas de extracción en la minería, lo cual fue un detonante de prosperidad quizá nunca visto en épocas virreinales anteriores, pero se complicó el escenario con tintes sociales.
Comentó el ponente que el crecimiento desmesurado de los impuestos provocó un enriquecimiento también sin parangón de la Real Hacienda, y en forma paralela se presentó un escenario de hambrunas y epidemias; de ahí surgió una apremiante necesidad de transformar las haciendas por medio de mejoras tecnológicas y los nuevos empresarios agrícolas impusieron un control sobre los mercados regionales, con lo que también se agudizaron algunos efectos de crisis.
Cuando se empezó a explotar la gran veta de la mina de La Valenciana (Guanajuato) parecía que eso traería pujanza, pero las sangrías eran notables y por otro lado había un estancamiento de los salarios de los mineros, mientras que los precios subían de manera cotidiana; los gremios se vieron también afectados ante la abolición de ciertos privilegios, ya que la libertad de producción no benefició a estos pequeños artesanos, sino a los comerciantes y empresarios que pagaban muy poco por las mercancías y las vendían a precios inaccesibles. Así, los bolsillos de esos terratenientes mineros y comerciantes se desbordaban y la mayoría de la población en no podía siquiera satisfacer necesidades básicas.
Situación política
de Europa y América
Por otra parte, políticamente las cosas no iban bien, sobre todo en España, y hay que conocer primero la situación allá para después entender el correlato novohispano, apuntó el historiador, quien analizó el panorama político en la Europa de finales del siglo XVIII.
Dijo que, en Europa, la muerte de Carlos III prácticamente marcó el inicio de la decadencia de España, pues su sucesor Carlos IV, que inició su reinado en 1788, tuvo una fuerza en espiral hacia abajo, y como si hubiera sido un presagio, la intensa actividad política de años anteriores quedó prácticamente congelada. El rey mostraba tan notable desinterés en asuntos de política, que se granjeó el mote popular que pasó a la historia como “El cazador”.
Durante 1789 se desencadenó en Europa uno de los movimientos políticos de mayor calado, que traería consecuencias no solamente de fractura y desestabilización, sino de un hondo peso que hasta el siglo XXI sigue dando consecuencias y en constante redefinición; “estamos hablando -dijo Miranda Márquez- de la Revolución Francesa”.
Esta suerte de acontecimientos conllevó una transformación radical en el discurso de los pueblos modernos, la famosa toma de La Bastilla el 14 de julio de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –“hoy tendríamos que decir del ser humano y del ciudadano”, puntualizó- en agosto de 1789, y la Constitución de Francia en febrero de 1791, fue una triada puntual que finalmente cambiaria el discurso de Occidente por completo.
Ante estos hechos, Carlos IV apoyó decididamente a la familia real francesa, pues mantenía con ella una estrecha relación tanto sanguínea como política. “Hay que recordar, agregó el maestro Miranda Márquez (director cultural del Museo Soumaya), que el cambio dinástico de la casa borbónica ya estaba bien asentado; cuando Luis XVI fue capturado, el primer ministro español José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, envió a la Asamblea francesa, inaugurada en octubre de 1791, una nota en tono bastante agresivo en la que dejaba ver que, si no se protegía a la familia del monarca, se llegaría a una intervención”.
Esto inmediatamente llevó a un cierre de fronteras para evitar los inminentes “contagios” de estas ideas francamente liberales y para septiembre de 1789 se mandaron decomisar estampas, libros, papeles impresos o manuscritos “alusivos” a las ocurrencias de Francia y el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición hacia la evaluación porque era el mejor instrumento legal y formal para encargarse de ello.
Continuó su exposición el conferenciante señalando que un atentado contra Carlos IV en julio de 1790, cuando un joven francés avecindado en España lo apuñaló por la espalda, aunque no logró su cometido, encendió las luces de alarma en la Corte ante la idea de una revolución; el paso siguiente fue la represión y el 24 de febrero de 1791 se prohibió la publicación en todo el reino de periódicos no oficiales, un hecho categórico que trajo por supuesto consecuencias para todos los virreinatos y posesiones de ultramar, además de que se decretó la salida de extranjeros que no tuvieran la residencia española.
A su vez, la Asamblea Francesa reclamó las disposiciones de Floridablanca y pidió su destitución, que logró en febrero de 1792. Su sustituto, Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, ejerció una política más conciliatoria y prudente, pero los asaltos a las Tullerías en julio y agosto, así como la suspensión provisional del rey por la Asamblea, plantearon inminentemente una estrategia de guerra contra Francia.
En este ambiente de agitación se anunció algo inaudito, la abolición de la monarquía y posteriormente la petición formal a España del reconocimiento de la República Francesa, ante lo que el conde de Aranda adoptó una actitud dubitativa; entonces Carlos IV lo relevó en noviembre de 1792 y puso en su lugar a un personaje clave, Manuel Godoy, cuyo nombramiento molestó a más de uno. Sin embargo, los esfuerzos e incluso algunos sobornos españoles no pudieron evitar que la convención condenara a Luis XVI a la guillotina el 21 de enero de 1793.
El 23 de marzo de ese año, España se sintió obligada a declarar la guerra a la República Francesa y se organizaron tres ejércitos que invadirían ese país; estas acciones militares no beneficiaron en nada a los españoles, los franceses entraron en los territorios fronterizos y Godoy tuvo que negociar la llamada Paz de Basilea y a cambio de la desocupación España cedió la parte española de Santo Domingo. Irónicamente, fue debido a estos tratados que a Godoy se le llamó “el príncipe de la paz”, explicó el maestro Miranda Márquez.
Poco después se firmó un acuerdo ofensivo-defensivo entre España y Francia, que entraría en vigor sólo si alguno de estos dos países se enemistaba bélicamente con Gran Bretaña, y aunque el 7 de octubre de 1796 España declaró la guerra a los ingleses, el tratado no se respetó y Napoleón Bonaparte, ya al mando del gobierno francés, priorizó acciones para ganar territorios en Europa meridional.
(Continuará segunda y última parte)
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