Semanario El Pionero

Expresión de Mexicali y su Valle

De Fiesta en el Palacio

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El eco de un mazo resonó en la sala. Un humilde campesino se levantó para hablar, pero el juez lo interrumpió con desdén. Su voz fría rasgó el aire. «Cállate, campesino». La risa de algunos llenó la sala mientras bajaba la mirada con dignidad.

Nadie imaginaba lo que estaba a punto de suceder, porque ese hombre traía consigo algo que cambiaría la historia para siempre. La mañana entró por las ventanas de la sala. El aire olía a madera vieja y a polvo de expedientes acumulados. Don Ernesto, con su camisa raída y sus botas embarradas, estaba sentado en el banquillo. Apretaba entre sus manos un cuaderno desgastado, con las páginas amarillentas por el tiempo.

El juez Ramírez, imponente en su estrado, se ajustó las gafas con expresión altiva. «A ver cómo se defiende este campesino», murmuró con una sonrisa con tintes de burla. La sala se llenó de murmullos y miradas curiosas. Los abogados intercambiaron papeles, seguros de la victoria. Una secretaria escribe con rapidez, capturando cada palabra. El silencio se hizo denso cuando sonó el mazo y el juez anunció con voz firme el inicio del juicio. La sala estaba iluminada por una luz blanca que caía desde arriba, reflejando el brillo metálico de los micrófonos. El fiscal Mejía se puso de pie, vestido con traje oscuro y tono altivo, señalando con dureza a Ernesto. «Este hombre no respeta las reglas. 

Se cree dueño del terreno sin papeles». Los murmullos aumentaron; algunos asintieron, otros lo miraron con compasión. Ernesto bajó la cabeza, pero su mano no soltó el viejo cuaderno. La voz del fiscal sonaba como un mazo, golpeando sin piedad. Enumeraba artículos y leyes con términos técnicos. El juez asintió lentamente, saboreando cada acusación. El aire parecía sofocante, cargado de tensión y desdén, pero los ojos de Ernesto tenían una calma misteriosa. 

El reloj de la sala dio el mediodía. El calor se filtraba entre las paredes de piedra. Ernesto se puso de pie, se aclaró la garganta y habló con voz serena. «Señoría, solo quiero explicar mi verdad». Las risas de algunos espectadores interrumpieron su sentencia…..

Ramírez golpeó la mesa y gritó con desdén: «¡Cállate, campesino!». Un silencio incómodo se apoderó de la sala. Las palabras resonaron como una bofetada. Ernesto respiró hondo. Sus dedos acariciaron la tapa del cuaderno. No respondió de inmediato; simplemente levantó la mirada y se encontró con la del juez.

Su voz se quebró un poco, pero con firmeza, dijo: «Entonces déjame leer lo que aprendí». Abrió el cuaderno como quien abre un arma silenciosa.